jueves, 12 de abril de 2012

Capítulo tercero: nulidad.

También puede ocurrir que un niño tenga un exceso de algo en relación con su padre o su madre: que sea demasiado dotado, demasiado sensible, o demasiado curioso. Los padres suprimen lo mejor de su hijo para no ver en él sus propias carencias. […] Con el pretexto de la educación, apagan en su propio hijo la chispa de vida de la que carecen. Así, rompen la voluntad del niño, quebrantan su espíritu crítico y procuran que no les pueda juzgar.

Hirigoyen, Marie France. “El acoso moral”.

En su caso, no conocía ya cuál era el exceso. No sabía cuál de las tantas cosas que le gustaban y parecía dársele bien les molestaba tanto a sus padres. La música, las artes, los idiomas… todas y cada una de las cosas que parecía adorar, debía dejarlas una a una de lado para satisfacer las necesidades que sus padres le imponían.

Cuando tenía la edad de doce, le seleccionaron como candidata para participar en un concurso de canto. La prueba la hizo a escondidas de sus padres ya que sabía que semejante acto estaba mal, o eso le parecía. No tenía confianza en sí misma como para que la seleccionasen. Tenía la certeza de que no le llamarían, por lo tanto ¿por qué contarlo? Si se presentó, solo fue por el ánimo de algunos de sus amigos más cercanos por aquel entonces. Pero el llamado llegó, y sintió una bola de energía nacer en sus entrañas. Le habían seleccionado, y eso era más de lo que ella podía desear. Sus compañeros de clase se enteraron de la noticia y su profesora de música le animó a cantar delante de toda la clase. Sentía nervios, pero una vez comenzó, su voz no tembló hasta que se dio cuenta de que le estaban aplaudiendo. A la salida de las clases, unos compañeros de las clases de al lado se le acercaron tratando de afirmar si era ella la que había cantado, enmudeció. Ante ello, sus compañeros le dijeron que había sido fantástico, que toda su clase había callado para escuchar de dónde venía. Esa pequeña bola de energía seguía creciendo.

Reunió la suficiente confianza como para decírselo a sus padres, estaba decidida. Tantas personas no podían estar equivocadas… ¿no? Estaba sonriente, alegre. Confesó a su padre con la mayor ilusión del mundo ya que, por primera vez, sentía que hacía algo bien, algo suyo. Él no gesticuló. Tan solo preguntó la fecha de dicho concurso para más tarde decirle que ese día estarían de viaje. Al día siguiente decidió hablar con la persona que le admitió, para decirle que se desapuntaba, que era una tontería de concurso y le haría perder clases. No volvió a cantar durante los siguientes tres años o, al menos, no para nadie más que no fuera ella misma. No volvería a molestarse en aprender a tocar la guitarra ni cualquier otro instrumento.

A los quince años, una vez empezado el curso, enmudeció al ver quién era su nuevo profesor de música. Éste solo le sonrió. Le consideraba su alumna predilecta. Ella tan solo respondía a sus preguntas porque debía esforzarse en sus estudios, debía ser la mejor. Pero llegando final de curso, su agobio se hizo presente, no iba a obtener un 10 en la materia de música. No había sido perfecta. Supuso que sería su expresión la que llamaría la atención de su profesor, pues este le propuso algo para subir su nota: debía cantar delante de su clase. Le disgustaba la idea. Pero necesitaba la nota. Solo lo hacía por la calificación, se repetía una y otra vez. Su voz tembló, pero aún así consiguió su matrícula. Su clase le aplaudió, pero tan solo los rechazó y en cuanto el timbre de cambio de clase sonó, ella fue la primera en marcharse del aula.

Durante esos años, sintió la necesidad de realizar algo que le alejara de la realidad, una vía de escape. Comenzó con pequeños garabatos y acabó realizando retratos que, a ojos de su profesor de arte, estaban bastante bien para alguien de su edad. De nuevo, sus estudios se cruzaron en medio del camino: para subir su nota, su profesor le pidió que realizase un trabajo adicional con el motivo del día de la madre. Probó a hacer varios bocetos, pero no tenía ni idea de qué dibujar. Una de las noches en las que se encontraba tirada en el sofá del salón, su madre trajo consigo un álbum de fotos para recordar viejos tiempos. Había una foto que le había llamado la atención. Una en la que su madre salía realmente joven y guapa. Según ella, era durante los primeros años de noviazgo con su padre. Al día siguiente, mientras no se diera cuenta, decidió tomar esa foto, y realizarla en un papel a parte al carboncillo.

El mismo día, su madre le llamó desde el pasillo. Le estaba enseñando el mismo álbum a sus hermanos y no encontraba la foto que faltaba por ninguna parte. Antes de que entrara en su cuarto, escondió la foto. “Deja de dibujar tanto y ayúdame a encontrar la foto”. Esa foto aún sigue perdida para todos. Veronika la mantiene guardada en uno de los tantos cuadernos en los cuales escribía y dibujaba.

Escribir, qué hermoso le parecía también eso. Conoció a un par de amigas las cuales le metieron en ese mundo. Se pasaban el día escribiendo y leyendo. Aprendiendo nuevas expresiones y formas de enlazar las palabras. A veces, eran párrafos de libros los que le emocionaban, otras, eran textos de sus propias amigas, otras… eran textos que ella misma escribía.

De nuevo, su calificación estaba en juego. Y de nuevo, pudo valerse de aquello que parecía dársele bien. Su profesor mandó uno de sus relatos a un concurso autonómico en el cual quedó cuarta. Esta vez no fue un diez, pero si fue un punto más. Ella, junto a su profesor y a otros compañeros, se saltaron las clases para ir a la entrega de premios, los cuales se encontraban en otra ciudad cercana. Le dieron una bolsa en la cual guardar su diploma y sus demás regalos.

A las semanas, su madre encontró la bolsa y le preguntó de qué se trataba. “No es nada, mamá. Tan solo un diploma de haber participado en un concurso”. Su madre lo leyó y parece ser que de lo único que se dio cuenta fue de la localización del lugar. “Tranquila, lo mandaron al colegio, no tiene importancia”. Para ella sí la tenía. La tenía hasta el momento en el que esas palabras salieron por su boca. Ya no le importaba aquella bolsa a la cual apenas dirigía mirada alguna.

Veronika aún sigue escribiendo, pero lo hace para sí misma, ya que perdió aquellas amigas que le impulsaban a hacerlo si así lo quisiese, aquellas que leían sus historias.

Nos remontamos de nuevo al comienzo, cuando Veronika solo tenía doce años. Más exactamente, el mismo verano, en el que estaba a punto de cumplir los trece. Un hecho le hizo perder el sueño. La palabra “marginal” en boca de su padre retumbaba en su cabeza.

¿Qué era ser una marginal? Encontrarse al margen pero, ¿al margen de quién? Tenía amigos que le aceptaban tal y como era, con sus rarezas y defectos. Si sus compañeros le aceptaban, ¿por qué sus padres no? Y en esa noche sin dormir, se preguntaba por qué, si era aceptada por personas ajenas, ¿por qué no se sentía aceptada por su familia? “Será solo una etapa de rebeldía”.

Pero desde entonces, no fue lo mismo. Las ojeras se instalaron en la zona inferior de sus ojos, a cada día que no dormía bien, o que directamente no era capaz de caer en los brazos de Morfeo. Por las noches pensaba, tan solo pensaba, ya que, según ella, en cualquier momento conseguiría perder la conciencia. Mas esos momentos solo llegaban algunos días en los que era el despertador quien le impedía dormir. Su humor cambió. Trataba de estar al cien por cien, pero nunca se acercaba al rendimiento de sus expectativas.

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