jueves, 2 de agosto de 2012

Capítulo décimo sexto: hábitos más saludables.


Había vuelto a la casa de sus padres. A aquel lugar que odiaba y a la vez tanto amaba por el simple hecho de que era suyo. No tenía amigos, ni familiares cercanos. Tenía a sus perros y, de vez en cuando, a sus padres. El hecho de sentirse aislada se le hacía siempre tan asfixiante como necesario. Siempre tendría ese lugar para pensar, para tomarse un tiempo si era necesario.
            No era un lugar al que cualquiera tuviera acceso. Era como entrar en su corazón, pues realmente las personas que habían pisado ese sitio han tenido gran importancia en su vida.
            Este año, Veronika decidió cambiar. Se mudó a un cuarto de la parte de arriba. Luminoso, había suficiente espacio a pesar de que tres camas mal colocadas ocupaban un gran parte de este, un escritorio amplio justo debajo de la ventana, y un armario semiabierto a la entrada. Odiaba las puertas abiertas o semiabiertas mientras dormía, siempre le dieron algo de miedo. Quizá los muebles eran viejos, y también el cuarto se encontraba bastante aislado con la vida de la casa que se desarrollaba sobre todo en la primera planta.
            Sin embargo, lo prefería muchísimo antes a su antiguo cuarto. Una habitación cerrada, a la cual no le llegaba la luz natural por ningún lado, que se había convertido en el nuevo almacén de medicinas de su padre en el que pasaba gran parte del tiempo. Pero quitando la falta de intimidad, aquel cuartucho seguía sin gustarle. La puerta se quedaba atascada cuando se cerraba del todo, en este momento, entra en juego el miedo de Veronika a las puertas abiertas o semiabiertas. Encima de ésta, un cristal el cual dejaba pasar la luz proveniente del fluorescente de la trastienda de su padre. También recuerda que un día le comentaron que ese cuarto fue antaño una cocina que se quemó. Instintivamente, buscó en su mente formas de escapar. No había ninguna. En caso de que la puerta se atascara, existía una ventana que conectaba su cuarto con el despacho. Pero estaba tapada con el gran mueble de medicamentos el cual le doblaba en tamaño y altura. Además que, por el otro lado, tendría que sortear la estantería llena de enciclopedias que tenían allí. Definitivamente, aquello le parecía una jaula, un laberinto sin salida.
            Era la primera noche que dormía en su nuevo cuarto. Al subir las escaleras, se paró en el último escalón y en lugar de girar a la derecha, abrió el cuarto que se encontraba a su izquierda. No pudo evitar sonreír. Se había reconciliado con su pasado. Ese que no le dejaba seguir hacia adelante.
            Esa fue la primera vez que compartió su lugar con alguien. Sira. Sira, Sira, Sira… resonaba en su cabeza mientras un suspiro se escapaba de entre sus labios. Recuerda las primeras noches en las que tan solo escribían, una historia mal empezada y con una horrible ortografía, hasta caer en los brazos de Morfeo.  Pero aún así, ese fue el comienzo de una gran amistad. Y Veronika nunca se olvidará de Sira, porque no hay persona que más le haya configurado. Porque si Veronika es como es, en gran parte se lo debe a ella.
            Definitivamente, con una sonrisa, cerró la puerta y se dirigió a su nuevo cuarto. Cerró la puerta tras de sí, apoyando la cabeza en esta mientras sus ojos aún permanecían cerrados. Sabía qué pasaría esa noche. El olor a canela le inundaba los pulmones desde el pasillo. Sentado en el reposo de la ventana, jugando con la varilla se encontraba el gato negro.
-          Una promesa es una promesa.

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