viernes, 28 de diciembre de 2012

Capítulo trigésimo séptimo: quizás una vintage sin futuro claro.


            Y allí se encontraba nuevamente nuestra protagonista sentada en su silla negra ligeramente remodelada por ella con un simple pedazo de tela que cubriera los desperfectos que en un momento ocasionó su cachorro. Sus rodillas en alto obteniendo forma de ovillo, con sus brazos alrededor de sus piernas y la taza de té de vainilla y canela por encima de sus rodillas desnudas, tratando de captar el calor que el agua desprendía.
            La habitación permanecía iluminada por una simple lámpara de noche amarilla situada al otro extremo de la habitación que lograba transmitir una luz cálida. Bajo esta, una varilla de incienso de lavanda recién prendida. No es que se hubiera aburrido del incienso de canela, simplemente era un olor que compartía con alguien especial, con el gato negro, era algo de los dos y ya está, aunque se separasen por un tiempo, incluso si no se volvieran a ver  nunca, ese olor siempre sería de ellos.
            Nuevamente desde su posición, un radiador antiguo portátil, de esos que, si te paras a pensarlo, desearías no tener que oler el agua que ha permanecido durante tantos años calentándose y enfriándose cada vez que el frío llega, trataba de calentar la habitación sin lograr que la piel de Veronika subiera uno o dos grados más. Tomó la bolsita de té y, dando unos ligeros golpecitos contra la taza, la sacó, bebiéndose los últimos sorbos de este.
            En sus oídos resonaban los golpes de la batería y los acordes de una canción de Foo Fighters, The pretender. Para ser más exactos, las palabras que le taladraban el cerebro eran las que correspondían en castellano a “¿Qué pasa si digo que no soy como los demás? ¿Qué pasa si digo que no soy uno más de tus juegos?”.
            Quizá esas frases solo llegaron por casualidad a sus oídos, o quizá llegaron porque debía ser así. Porque eran las idóneas para su  conclusión. Pero llegaron antes de que sus palabras se organizaran y sus dedos teclearan con tal rapidez que las palabras que salían de ellos no eran más que un producto de su subconsciente, pues no le permitían a su mente imponer el orden que ella quería.
            Había observado durante mucho tiempo. Pero había observado de la manera más ciega posible. Y todo empezó por el simple hecho de ver a su alrededor y notar que todos los que se encontraban cerca de ella estaban conectados sin descanso alguno. A través de sus móviles, de sus tablets, del ordenador… de internet. Empezó a entender a lo que se referían algunos críticos con eso de que Internet era el mejor invento al que peor uso le damos. Sí, hemos conseguido romper esa barrera tan jodida llamada “espacio” pero, ¿hasta qué punto es eso bueno? Hemos aprendido a ocultarnos tras una pantalla delante de la cual somos las personas más valientes del mundo. Sobreentendemos y malentendemos a nuestro antojo todo aquello que se nos dice. Vivimos por y para esa última mención que nos han hecho en Twitter, o por el mensaje instantáneo recibido en Facebook o Tuenti.
            Ya no decir de ese invento de “Whatsapp” del cual todavía no era partícipe. Ni de ese ni de cualquiera que la nueva tecnología o aplicaciones de las que se podía disponer en los últimos modelos de teléfonos móviles. Sí, durante un buen tiempo había deseado ser partícipe de todas esas bromas y conversaciones cómplices que se hacían dos personas sentadas la una al lado de la otra.
            Pero ¿dónde quedó la expresión facial? ¿Dónde queda el tono? ¿La voz? ¿Qué diablos es lo que va bien con esta deshumanización? Si tienes a alguien al lado mírale a la cara y habla con él. Si quieres decir lo que sientes por alguien, por el amor de quienquiera, que sea a la cara si la situación lo hace posible, pues el contacto humano es lo más maravilloso del mundo. El ver a alguien sonreír, ruborizarse. Aguantarse las lágrimas o estallar de la ira.
            ¿A qué vamos a llegar? Recuerdan cuando la televisión ocupaba la mayor parte de nuestro ocio y nuestras madres nos decían que se nos podría la cabeza cuadrada. ¿Qué les vamos  a decir a los más jóvenes? ¿“Tanto chatear, se te va a quedar cara de emoticono”? A este paso ni eso. Llegará un momento en el que tanta tecnología nos imposibilite expresar nuestras emociones mejor que con un teclado, e incluso puede llegar a falsear los verdaderos sentimientos, a idealizarlos o infravalorarlos hasta un punto en el que ya ni sepamos lo que sentimos.
            Definitivamente estaba a gusto como estaba. Con un móvil “vintage”, sin si quiera cámara ni mayor memoria que la necesaria para guardar a lo sumo trescientos mensajes de texto ¡qué brutalidad! Tenía miedo de que la nueva tecnología se adueñase de ella, que la atase más aún y se convirtiera en una de esas personas que no pudieran disfrutar del momento. 

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