jueves, 10 de mayo de 2012

Capítulo Cuarto: una mirada.


Ese fin de semana Veronika tenía visita familiar. Había discutido con sus padres y de nuevo, mientras hablaban, no era capaz de mirarles a la cara.
Ellos le sedujeron con la fugaz idea de ir a un psicólogo. Pero esa idea resonó en su cabeza debido a que no era la primera vez que se lo propusieron. Una vez pasadas unas horas, ante todo pronóstico, accedió a hacerle una visita al psicólogo. Sus padres se miraron entre sí, no esperaban que realmente sus palabras llegaran a calar los pensamientos de su hija.
Parecieron no darse cuenta del gran esfuerzo que ella había realizado. Había pedido ayuda. Ayuda profesional. Sabía perfectamente que no se encontraba bien, pero nunca jamás consideró que debiera pedir ayuda. Ella misma era todo lo que necesitaba, no quería depender de nadie.
Una vez más, trató de buscar el origen a todos sus problemas, y de nuevo, esas imágenes aparecieron. Esas en las cuales su padre le llamaba “marginal”. Sentía sus ojos clavarse en ella. No era capaz de mirarle a la cara.
Si Veronika se siente atacada por su padre cada vez que le mira de esa manera, es solo porque su subconsciente le recuerda el dolor que sintió esa primera vez y, aunque sea fuerte, en momentos como ese se derrumba.
Esa misma noche, después de un día entero sin cruzar miradas, su padre se adentró en su cuarto, le tomó del brazo y se la llevó al jardín. Se plantaron frente a uno de los árboles que allí había, no cruzaron palabra. Hasta que finalmente, su padre habló.
-          ¿Ves este árbol? Su tronco está torcido. No ha crecido bien. Tú eres ese árbol, y mi tarea es llevarte por el camino más recto.
            Eso fue lo último que le dijo ese día. Veronika regresó hacia su cuarto, subiendo con pesadez los peldaños que le llevaban a la casa. ¿Y si ella no quería ser un árbol recto? Siempre que veía un árbol torcido, algún animal se encontraba reposando sobre él. Incluso las personas podían encontrar un buen lugar donde descansar, donde encontrar la paz.
            Aún así, ¿de qué le servía conocer el miedo a su padre si no conocía la solución para perderlo? Y ya que se ponía, ¿de dónde le viene el miedo a su madre?
            Trató de recorrer todos y cada uno de los rasgos de la expresión de su madre cuando ese sentimiento de supervivencia se apoderaba de ella. Recordó.
            Esta vez, nos encontramos a una Veronika algo mayor, pero aún en su adolescencia, trabajando con su madre, ayudándola en lo poco que podía, sintiéndose inútil. Ese era su futuro, el que habían decidido para ella. Pero no quería. No quería ser una acomodada niña rica. No quería no tener que hacer nada. Ella quería hacerse fuerte, ser inteligente, buscar su propia verdad. No permanecer como esos antiguos sabios grecos que de tan sabios que se consideraban no interpretaban la duda como algo bueno. “Mamá, no quiero ser así, no quiero ser como tú”. Los ojos de la susodicha parecían querer salirse de sus cuencas. Sus labios apretados. Y, en milésimas de segundo, una rojez cruzaba la cara de Veronika.
            En el mismo momento que lo recordaba, se llevó la mano a su mejilla.


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