Eso
mismo se preguntaba Veronika mirando el cielo nublado desde su ventana. Una
noche gris. Una noche melancólica.
Había
pasado ya un tiempo desde que aquella relación semi-amorosa había llegado a su
fin. O sencillamente, nunca llegó a ser nada. Pero aún así algo le revolvía el
estómago. Había conocido a otro chico, llamémosle el chico de ojos bonitos. Las
cosas se desarrollaron rápidas, pero a la vez lentas. Si algo le gustaba de él,
era que no podía imaginar lo que se le pasaba por la cabeza. Eso le atraía.
Bastante. Pero otra parte de ella le decía que se alejara. Veronika tenía
miedo. Eso solo se podía traducir a una cosa. Hacía mucho tiempo que no sentía
miedo.
No
había derramado ninguna lágrima por él, pero sabía que algún día llegaría a
hacerlo. Esa impotencia de conocer de forma precisa lo que va a ocurrir y no
poder evitarlo le revolvía los sesos.
Se
encontraba sola, en su cuarto. Alumbrada por la pantalla del portátil. De
repente lo vio. Esos ojos verdes clavados en ella. Con los ojos bien abiertos
se volteó y allí estaba. El gato negro, su gato negro. Apoyado en la pared
contraria, con la cabeza echada hacia delante. Sonrió cuando el silencio de la
impresión ya no era necesario.
-
¿Qué
haces aquí? – preguntó ella.
-
No
sé, ¿qué hago aquí? – rió. Ella solo bufó.
Agachó
la cabeza mientras él tomaba asiento en su cama. Una pierna estirada y la otra
algo más recogida. Acomodó un par de cojines en su espalda para estar mejor.
Sacó uno de esos cigarrillos negros sabor cereza, prendiéndolo e inhalando el
humo. Volvieron a quedar en silencio hasta que él decidió romperlo.
-
Siento
el miedo desde aquí.
-
Normal,
eres un animal – rieron ambos.
-
¿Temes
que te pase lo mismo que la última vez?
-
Puede
ser… no quiero volver a dejar de comer chocolate por un tío.
-
Ah…
¿tu teoría del sabor? No has vuelto a probar aquellos chocolates que tanto te
gustaban, ¿me equivoco?
-
Por
qué preguntas si prácticamente siempre llevas razón.
-
Porque
aunque lo sepas, no acabas de auto convencerte.
La
teoría del sabor… Veronika tendía a semejar un sabor para cada estado. Al igual
que el chocolate del kit-kat era el sabor de la amistad. El sabor del amor era
el de los Kinder Shoco Bons. No volvió a comerlos desde la primera vez que se
enamoró y fracasó. Simplemente, no quería. Siempre que tenía la tentación de
comprar una bolsita de esos chocolates, los recuerdos venían a su mente: había
pasado un tiempo en cama. No pudo asistir a clase debido a su malestar físico.
Sus progenitores no se encontraban en casa, y seguramente esa noche tampoco la
pasarían allí. Debía cuidarse a sí misma, de sí misma. La vibración acompañada
de sonido rompió su burbuja avisándole de que un mensaje había llegado a su
teléfono. “Abre la puerta”. Una sonrisa se dibujó en sus labios. No le hizo
falta ver a través de la mirilla, abrió la puerta y se abalanzó a su por
entonces novio. “Te he traído tus chocolates favoritos”.
-
En
realidad, no eran mis favoritos. O a lo mejor no me di cuenta. Es cierto que
solo los comía cuando estaba con él.
-
El
sabor del amor. ¡Qué bonito! – rió. Posicionando sus piernas entrelazadas cerca
de su cuerpo, apoyando a su vez las manos en sus rodillas.
-
No
me seas idiota ¿quieres?
Veronika
se levantó y se tiró en la cama dejando caer su cabeza en las piernas del Gato
Negro. Se hizo un ovillo y dirigió su mirada hacia el cielo a través del
cristal.
-
Hay
alguien más, ¿cierto? – Ante la pregunta Veronika solo pudo girar la cabeza.
-
Los
hay… pero no te equivoques. Solo estoy preocupada por ellos.
-
Explícate.
-
Pienso
en el chico de ojos bonitos, y en que yo soy la tercera o la cuarta en llegar.
Sé que estos chicos solo quieren lo mejor para mí, que podrían hacerme sentir
mejor de lo que él podría… pero no sé hasta qué punto podrían hacerme feliz…
Una sola sonrisa suya ya me hace estar alegre… y si esa sonrisa es por mi
culpa, ni te imaginas… Pero soy realista… yo no podría hacerle feliz porque él
ahora mismo tiene la cabeza en otra parte. Aunque sea yo la que le haga sentir
bien, no soy yo la que le da felicidad.
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