Parecía,
en cierta manera, irónico. A Veronika no le gustaba la playa. El calor, el
agobio, el cúmulo de gente… Por no hablar del tremendo hedor que desprendían
los cuerpos al liberar esas toxinas que se producían como necesidad del cuerpo
por refrigerarse y los incansables gritos de los niños que se peleaban con
otros niños que ni si quiera conocían. No había lugar que más le agobiara y
asqueara a la misma vez.
Sin
embargo, algo cambia siempre que llega el final de Septiembre. La playa se
queda vacía. La humedad permanece durante más tiempo en la arena, lo que le
permite pasear sin hundirse demasiado ni quemarse la planta de los pies. Corre
viento, y mucha veces ni si quiera se quita la camisa que lleve en ese momento.
Hay nubes en el cielo, las cuales muchas parecen estar a punto de estallar y
soltar un gran rayo sobre el mar. Pero de entre las nubes, un tímido sol asoma
y brinda la suficiente calidez como para poder mantenerse allí.
Veronika
leía. Devoraba página tras otra del libro que en ese momento estuviera consumiendo
sin darse cuenta de cuán rápido pasaba el tiempo pues este en realidad,
importaba más bien poco. Una vez llegaba a su casa, escribía. El color gris
siempre fue el favorito de Veronika. Era el término medio de ambos extremos,
era la virtud, la perfección e imperfección unidas en una. Era inspiración.
Sentarse tranquilamente las mañanas mirando el cielo gris le animaba a escribir
de manera que sus manos no podrían parar hasta terminar de plasmar lo que
sentía.
¿Por
qué sería así? La explicación no era difícil. Era lo que ella quería. A pesar
de no ser el tiempo ni el espacio que en sus sueños se mostraba. La playa de
Septiembre le resultaba de lo más parecida a la playa de Bournemouth en el mes
de Julio. Así se imaginaba ella su futuro. Siendo escritora. Bajando cuando
pudiera a la playa y, de no acompañar el clima, dando largos paseos por el
centro o por Firsherman’s Walk. Luego en casa, una de esas de dos plantas que
hay cerca de Standford Road, se la pasaría escribiendo y escribiendo, bebiendo
siempre un té o, en su mayoría, café.
Pero
esta vez Veronika sintió pánico ante ese sueño. Se encontraba leyendo, de cara
a la orilla y, de repente, no era capaz de apartar la mirada de aquel libro, de
apartarlo de su trayectoria. ¿Qué vería allí? ¿Qué era lo que realmente quería
ver allí? Antes lo tenía muy claro. Al bajar el libro ella podría contemplar
desde su asiento a dos criaturas de ojos oscuros jugando con el que sería su
marido.
Estaba
a nada de mandarlo todo a la mierda. ¿Cómo pudo ser que, siendo ella alguien
tan independiente, deseara tener a alguien en su futuro? No, esa idea no le
agradaba. No era egoísmo, pero no quería que en sus planes de futuro hubiera
nadie con un rostro conocido. No, no era egoísmo. Veronika no era quién para
decidir el futuro de otra persona, no le gustaba la idea de que cualquiera
debiera ceder ante todo lo que ella quisiera.
Sin
embargo hubo alguien que le engatusó, que consiguió implantarle esos sueños. Y
ella se aferró a ellos. Por suerte su orgullo consiguió romper aquella fantasía
en pedazos… por suerte.
A
veces Veronika se pregunta ¿qué hubiera pasado si hubiera dejado de lado su
orgullo? No… no, no, no. Si en aquel momento “hubiera dejado de lado” su
orgullo, se podría considerar que se estuviera arrastrando ante alguien, quien
quisiera que fuera. El orgullo de Veronika fue pisoteado miles de millones de
veces, pero era demasiado orgullosa para verlo.
Aún
así, en este momento Veronika sentía pánico al no saber qué acabaría
encontrando tras bajar el libro.
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